Examinamos en los dos capítulos precedentes dos características del ordenamiento jurídico: la unidad y la coherencia. Nos queda ahora por considerar una tercera característica, que le es comúnmente atribuida: “la plenitud”. Por plenitud se entiende la propiedad por la cual un ordenamiento jurídico tiene una norma para regular cada caso.
Dado que a la ausencia de una norma se le denomina generalmente “laguna” (en uno de los sentidos del término laguna), plenitud significa “ausencia de lagunas”. En otras palabras, un ordenamiento es completo cuando el juez puede encontrar en él una norma para regular cada caso que se le presente, o mejor, no hay caso que no pueda ser regulado con una norma del sistema. Si queremos dar una definición más técnica de plenitud, podemos decir que un ordenamiento es completo cuando nunca se presenta el caso de que no pueda demostrarse que a él pertenecen determinada norma ni la norma contradictoria.
Queriendo especificar, la falta de plenitud consiste en el hecho de que el sistema no tiene una norma que prohíba determinado comportamiento ni una norma que lo permita. En efecto, si se puede demostrar que ni la prohibición ni la permisión de cierto comportamiento son producto del sistema, entonces se puede decir que el sistema es incompleto, que el ordenamiento jurídico tiene una laguna.
Con esta definición más técnica de plenitud se comprende mejor cuál es el nexo entre el problema de la plenitud y el de la coherencia, examinado en el capitulo precedente. Podemos, en efecto, definir la coherencia como aquella propiedad en virtud de la cual no es posible demostrar, en ningún caso, la pertenencia al sistema de una determinada norma y de su contradictoria. Como hemos visto, nos encontramos frente a una antinomia cuando nos damos cuenta de que al sistema pertenecen simultáneamente tanto la norma que prohíbe determinado comportamiento corno la que lo permite. Por lo tanto, el nexo entre coherencia y plenitud radica en lo siguiente: la coherencia significa exclusión de toda situación en que dos normas que se contradicen pertenezcan al sistema; la plenitud significa exclusión de toda situación en la cual no pertenezca al sistema, ninguna de las dos normas que se contradicen. Entonces llamaremos “incoherente” a un sistema en el que existan tanto normas que no permitan un cierto comportamiento como aquellas que lo permiten; e “incompleto” al sistema en el que no exista ni la norma que prohíbe determinado comportamiento ni la norma que lo permite.
El nexo entre los dos problemas por lo general se ha pasado por alto, pero no faltan en la mejor literatura jurídica alusiones a la necesidad de un estudio común. Por ejemplo, en el Sistema de SAVlGNY se lee este párrafo que me parece muy significativo:
“...el conjunto de las fuentes del derecho...” forma un todo, que está destinado a la solución de todas las cuestiones que se presenten en el campo del derecho. Para responder a tal fin, éste debe presentar dos características: unidad y plenitud... El procedimiento ordinario consiste en deducir del conjunto de las fuentes un sistema de derecho... Si falta la unidad, entonces se trata de eliminar una contradicción; si falta la plenitud, entonces se trata de llenar una laguna. En realidad estas dos cosas pueden reducirse a un Único concepto fundamental. En efecto, nosotros tratamos de establecer siempre la unidad: la unidad negativa elimina las contradicciones; la unidad positiva llena las lagunas.
CARNELUTTI, en su Teoría generale del diritto, trata conjuntamente los dos problemas, y habla de falta de plenitud por exuberancia en el caso de las antinomias, y de falta de plenitud por deficiencia en el caso de las lagunas, cuyos remedios son opuestos: el de la purga del sistema para eliminar las normas exuberantes, o sea las antinomias, y el de la plenitud para eliminar la deficiencia de normas, o sea las lagunas.
CARNELUTTI sabe bien que la antinomia es un caso en el que hay más normas de las que debería haber, es decir, lo que hemos expresado en la forma tanto... como, donde el deber del intérprete es suprimir aquello que está demás; la laguna, por el contrario, es un caso en el que hay menos normas de las que debería existir, o sea lo que hemos expresado con las dos conjunciones opuesto, es decir agregar lo que falta.
Así como en relación con la característica de la coherencia, el problema del teórico general del derecho es saber en qué medida un ordenamiento jurídico es coherente; respecto de la característica de la plenitud, nuestro problema es saber en qué medida un ordenamiento jurídico es completo. Por lo que respecta a la coherencia, hemos manifestado que ella es una exigencia mas no una necesidad, en el sentido de que la exclusión total de la antinomia no es condición necesaria para la existencia de un ordenamiento jurídico, puesto que un ordenamiento jurídico puede tolerar en su seno normas incompatibles, sin desaparecer. Frente al problema de la plenitud, si consideramos un determinado tipo de ordenamiento jurídico, como el italiano, caracterizado por el principio de que el juez debe juzgar todo caso mediante una norma perteneciente al sistema, la plenitud es algo más que una exigencia, es una necesidad, o sea, es una condición necesaria para el funcionamiento del sistema, la norma que establece el deber que tiene el juez de juzgar todo caso con base en una norma perteneciente al sistema, no se podría exigir si no se presupone que el sistema es completo, o sea, que tiene una regla para todos los casos. Por lo tanto, la plenitud es una condición sin la cual el sistema no podría funcionar en su complejidad. El arquetipo de los ordenamientos fundados, como se ha dicho, en el dogma de la plenitud es el Código Civil francés, cuyo art. 40 dice: “El juez que se niegue a juzgar, so pretexto de silencio, de oscuridad o de insuficiencia de la ley, podrá ser procesado como culpable de denegación de justicia”. En el derecho italiano este principio está establecido en el art. 113 del Código de Procedimiento Civil, que dice: “Al pronunciarse sobre la causa el juez debe seguir las normas del derecho, salvo que la ley le atribuya el poder de decidir según la equidad”.
En conclusión, la plenitud es una condición necesaria para aquellos ordenamientos en los cuales valgan estas dos reglas:
El juez está obligado a juzgar todas las controversias que se le presenten a examen;
Y está obligado a juzgarlas con base en una norma que pertenezca al sistema.
Se comprende que si una de las dos reglas desaparece, la plenitud deja de ser considerada como un requisito del ordenamiento. Podríamos suponer dos tipos de ordenamientos, incompletos, según que falte la primera o la segunda de las dos reglas. En un ordenamiento en el que no existiere la primera regla, el juez no estaría obligado a juzgar todas las controversias que le fueren presentadas; podría, pura y simplemente, rechazar el caso por ser jurídicamente irrelevante, con un juicio de non liquet. Para algunos, el ordenamiento internacional es un ordenamiento de este tipo: el juez internacional tendría facultad en algunos casos para no desestimar ni dar la razón a ninguno de los contendientes, y esta decisión sería diferente (aunque es discutible que así sea) de la decisión del juez que desestimare a uno y le diere la razón al otro, o viceversa.
En un ordenamiento en el que faltare la segunda regla, el juez estaría, ahí sí, obligado a juzgar los casos, pero no con base en una norma del sistema. Este es el caso del ordenamiento que autoriza al juez a juzgar, a falta de una disposición legal o de ley que pueda utilizarse, según equidad. Se pueden considerar como ordenamientos de este tipo el inglés y, en alguna medida, el suizo, que en ausencia de ley o de costumbre autorizan al juez para resolver la controversia, como si él mismo fuera el legislador.
Se comprende que en un ordenamiento en el que el juez esté autorizado para juzgar en equidad, no tiene ninguna importancia el hecho de que el ordenamiento sea preventivamente completo, porque que en todo momento es completable.
El dogma de la plenitud
El dogma de la plenitud, es decir, el principio que afirma que el ordenamiento jurídico debe ser completo para que en todo caso pueda ofrecer al juez una solución sin tener que recurrir a la equidad, ha sido dominante, y lo es todavía hoy en parte en la teoría jurídica continental de origen romanista. Algunos lo consideran como uno de los aspectos sobresalientes del positivismo jurídico.
Remontándonos en el tiempo, este dogma de la plenitud nació probablemente en la tradición romanista medieval, cuando poco a poco el derecho romano comenzó a ser considerado como el derecho por excelencia, enunciado en el Corpus iuris de una vez por todas y de una vez para siempre, al cual no había nada que agregarte ni nada que le sobre, porque contiene las reglas con las cuales el buen intérprete está en capacidad de resolver todos los problemas jurídicos que se le presenten o que puedan presentársele, la completa y sutil técnica hermenéutica que desarrollan los comentaristas del derecho romano, lo mismo que los tratadistas, es especialmente una técnica para el conocimiento y el desarrollo interno del derecho romano, sobre el presupuesto de que éste constituye un sistema potencialmente completo, una especie de mina inagotable de la sabiduría jurídica, que el intérprete debe limitarse a excavar para encontrar la veta escondida. Si se nos permitiera resumir con una frase el, carácter de la jurisprudencia que se ha desarrollado bajo el imperio y la sombra del derecho romano, diríamos que ella ha desarrollado el método de la extensión a costa del método de la equidad, inspirándose más en el principio de autoridad que en el de la naturaleza de las cosas.
En los tiempos modernos el dogma de la plenitud se ha convertido en componente de la concepción estatista del derecho, es decir, de la concepción que hace de la producción jurídica un monopolio del Estado. A medida que el Estado moderno crecía en potencia, se iban agotando todas las fuentes del derecho que no fueran la ley, o sea la voluntad del soberano. La omnipotencia del Estado se volcó sobre el derecho de origen estatal y no se reconoció otro derecho que no tuviera origen directo o indirecto en el soberano. Omnipotente como el Estado del cual emana, el derecho estatal debía regular todo caso posible. ¿Si existiesen lagunas, qué otra cosa debería hacer el juez aparte de recurrir a las fuentes jurídicas extra estatales, como la costumbre, la naturaleza de las cosas, la equidad? Admitir que el ordenamiento jurídico estatal no era completo, significaba introducir un derecho paralelo, romper el monopolio de la producción jurídica estatal. De allí que la afirmación del dogma de la plenitud vaya paralela con la monopolización del derecho por parte del Estado.
Para mantener este monopolio, el derecho del Estado debe servir para todo uso. Las grandes codificaciones son la expresión macroscópica de esta voluntad de plenitud. Y es, se sabe, precisamente en el interior de una de estas grandes codificaciones donde se ha pronunciado el veredicto de que el juez debe juzgar siempre de acuerdo con el sistema ya dado. La ilusión de la codificación es la plenitud, esto es, una regla para cada caso. El código es para el juez un prontuario que le debe servir infaliblemente y del cual no puede apartarse.
Ante toda gran codificación (tanto la francesa de 1804 como la germana de 1900) se ha desarrollado entre los juristas y ‘los jueces la tendencia a atenerse escrupulosamente a los códigos, situación que se ha predicado especialmente de los juristas franceses en relación con los códigos napoleónicos, pero que se podría extender a todas las naciones con derecho codificado, como un fetichismo legislativo. En Francia, a la escuela jurídica que se ha impuesto después de la codificación se la llama generalmente con el nombre de escuela de la exégesis, y se la contrapone a la escuela científica, que aparece más tarde. El carácter peculiar de la escuela de la exégesis es la admiración incondicional por la obra cumplida por el legislador por medio de las codificaciones, la fe ciega en la suficiencia de las leyes, en definitiva la creencia de que el código, una vez dictado, se basta completamente a sí mismo, es decir, no tiene lagunas, en otras palabras es el dogma de la plenitud jurídica. La escuela de la exégesis existió no solo en Francia, sino también en Italia, en Alemania y en otros países, y existe aún hoy, como veremos, a pesar de que el problema de las lagunas haya sido planteado críticamente. Faltaría por decir que la escuela de la exégesis y la codificación son fenómenos estrechamente conexos, y difícilmente separables.
Cuando, como veremos en el párrafo siguiente, comenzó la reacción contra el fetichismo legislativo y, al mismo tiempo, contra el dogma de la plenitud, uno de los mayores representantes de esta reacción, el jurista alemán EUGEN EHRLICH, en un libro dedicado al estudio y a la crítica de la mentalidad del jurista tradicional, La lógica dei giuristi (Die juristische Logik, Tubingen, 1925), afirmó “que el razonamiento del jurista tradicional, anclado en el dogma de la plenitud, estaba fundado sobre estos tres presupuestos: 1) La proposición mayor de todo ordenamiento jurídico debe ser una norma jurídica; 2) esta norma debe ser siempre una ley del Estado; 3) todas estas normas deben formar en su conjunto una unidad. EHRLICH, golpeando la mentalidad tradicional del jurista, quería atacar aquella postura del conformismo estatista, que el dogma de la plenitud había generado y arraigado en la jurisprudencia.
Crítica de la plenitud
El libro de EHRLICH, ya citado, es una de las expresiones más significativas de la revuelta contra el monopolio estatal del derecho, que se desarrolló casi simultáneamente en Francia y en Alemania a fines del siglo pasado, y que se le conoció con diferentes nombres, pero especialmente con el de escuela del derecho libre. El blanco de esta tendencia es el dogma de la plenitud del ordenamiento jurídico. Si se quiere atacar el fetichismo legislativo de los juristas, es necesario acabar ante todo con la creencia de que el derecho estatal es completo. La batalla de la escuela del derecho libre contra las diferentes escuelas de la exégesis es una batalla por las lagunas. ¿Acaso los comentaristas del derecho positivo no afirmaban que el derecho no tenía lagunas, y que el deber del intérprete era únicamente el de hacer explícito lo que estaba ya implícito en la mente del legislador? Sin embargo, los partidarios de la nueva escuela afirman que el derecho positivo está lleno de lagunas, y que para llenarlas es necesario confiar principalmente en el poder creativo del juez, o sea, de quienes están llamados a resolver los infinitos casos que suscitan las relaciones sociales, más allá y por fuera de toda regla preconstituida.
Son varias las razones por las cuales a fines del siglo pasado surgió y se desarrolló rápidamente este movimiento contra el estatismo jurídico y el dogma de la plenitud. Pero parece ser que las principales razones fueron las siguientes. Ante todo, a medida que la codificación envejecía (y esto es válido principalmente en Francia) se descubrían sus insuficiencias, lo que al comienzo fue objeto de admiración incondicional, poco a poco se tomó en objeto de análisis crítico, cada vez más exigente, y la confianza en la omnisciencia del legislador disminuyó o desapareció. En la historia del derecho italiano bastaría confrontar la posición de la generación más próxima a los primeros códigos, la generación de 1870 y 1890, con la de las generaciones posteriores. Se habla frecuentemente del tránsito de una jurisprudencia exegética a una jurisprudencia científica para indicar, entre otras cosas, el desarrollo de una crítica libre con respecto de los códigos, cuya reforma preparó esa crítica. Inclusive, quien compare la posición de los juristas de hoy con la de los juristas de los primeros años posteriores a la promulgación de los nuevos códigos, no tardará en observar una mayor despreocupación y un respeto menos pasivo.
En segundo lugar, junto al proceso natural de envejecimiento de un código, es necesario considerar que en la segunda mitad del siglo pasado se presentó, por obra de la llamada revolución industrial, una profunda y rápida transformación de la sociedad, lo que dio lugar a que las primeras codificaciones —que reflejaban una sociedad todavía agrícola y escasamente industrializada— se tornasen anacrónicas, y, por consiguiente, insuficientes e inadecuadas, circunstancia que aceleró el proceso natural de envejecimiento. Basta pensar que aun en el Código Civil de 1865, que se derivaba del francés, todos los problemas relativos al trabajo, a los cuales se dedica ahora un libro entero, se trataban en un solo artículo. Hablar de plenitud de un derecho, que ignoraba el surgimiento de la gran industria y todos los problemas conexos de la organización del trabajo, implicaba cerrar los ojos frente a la realidad por amor a una fórmula, dejarse arrollar por la inercia mental y el prejuicio.
Agreguemos que este desfase, cada vez más rápido y macroscópico, entre derecho positivo y realidad social, estuvo acompañado de un desarrollo particular de la filosofía social y de las ciencias sociales en el siglo pasado, que no obstante sus diversas corrientes, tenían una característica en común: la polémica contra el Estado y el descubrimiento de la sociedad por debajo del Estado. Tanto el marxismo como la sociología positivista, para limitamos a las dos corrientes más importantes de la filosofía social, estaban animados por una crítica contra el monismo estatista, que tuvo su expresión más intransigente en la filosofía hegeliana, pero que desde tiempo atrás se venía propagando. El Estado se erguía sobre la sociedad y tendía a absorberla; pero la lucha de clases por un lado, que tendía a romper continuamente los límites del orden estatal, y la formación siempre espontánea (de todos modos no provocada o impuesta por el Estado) de nuevas agrupaciones sociales, como los sindicatos y los partidos, y las siempre nuevas relaciones entre los hombres, derivadas de la transformación de los medios de producción, hacían evidente una vida subyacente o contrastante con el Estado, que ni el sociólogo, y por consiguiente tampoco el jurista podían ignorar la sociología, esta nueva ciencia que fue el producto más típico del espíritu científico del siglo XIX, en el momento en que se tomó conciencia de las corrientes subterráneas que animaban la vida social, representó la destrucción del mito del Estado. Hemos visto que uno de los elementos del mito del Estado era el dogma de la plenitud.
Se comprende así que la sociología haya podido suministrar elementos críticos a los nuevos juristas empeñados en luchar contra las diferentes, formas de jurisprudencia aferrada al dogma de la estatalidad y de la plenitud del derecho. Al fin de cuentas, la conciencia que se estaba formando con el desfase entre derecho positivo y realidad social, se reforzaba con el descubrimiento de la importancia de la sociedad frente al Estado, y encontraba en la sociología un punto de apoyo para contrarrestar las pretensiones del estatismo jurídico.
En el ámbito más vasto de la sociología, se formó una corriente de sociología jurídica, de la cual EHRLICH, ya recordado, es uno de los representantes más autorizados. En sus albores el problema de la sociología jurídica fue principalmente demostrar que el derecho era un fenómeno social, y que, por tanto, la pretensión de los juristas ortodoxos de hacer del derecho un producto del Estado era infundada y conducía a varios absurdos, como el de creer en la plenitud del derecho codificado, las relaciones entre la escuela del derecho libre y la sociología jurídica son muy estrechas: son dos caras de la misma medalla. Si el derecho era un fenómeno social, un producto de la sociedad (en sus múltiples formas) y no solamente del Estado, el juez y el jurista debían deducir las reglas jurídicas adecuadas a las nuevas necesidades del estudio de la sociedad, de la dinámica de las relaciones entre las diversas fuerzas sociales y de los intereses que éstas representaban, y no de las reglas muertas y cristalizadas de los códigos.
El derecho libre, en otras palabras, sacaba las consecuencias no sólo de las lecciones de los hechos (o sea, de comprobar la inadecuación del derecho estatal frente al desarrollo de la sociedad), sino también del nuevo conocimiento que el desarrollo de las ciencias sociales estaba difundiendo acerca de la importancia de las fuerzas sociales latentes en el interior de la estructura sólo aparentemente granítica del Estado; pues tanto la lección de los hechos como la madurez científica se ayudaban recíprocamente para combatir el monopolio jurídico del Estado y, consiguientemente, el dogma de la plenitud.
La literatura crítica del estatismo jurídico es muy extensa. Aquí nos limitamos a recordar la obra de GÉNY, Méthode d’interprétation et sources du droit positif (1889), que contraponía a la pedestre exégesis de los textos legislativos la libre recherche scientifique, por medio de la cual el jurista debía obtener la regla jurídica directamente del derecho que vivía en las relaciones sociales. “El derecho es cosa bastante compleja y móvil —escribía GÉNY— para que un individuo o una asamblea, a pesar de que esté investida de autoridad soberana, pueda pretender fijar de un solo golpe los preceptos que satisfagan todas las exigencias de la vida jurídica”. Al mismo tiempo, los estudios de EDOUARD LAMBERT sobre el derecho consuetudinario y sobre el derecho judicial servían para llamar la atención sobre el derecho que no fuera de origen legislativo. Libros como el de JEAN CRUET, La vie du droit ell’impuissance des lois, (1914), que proponía el método de la legislación experimental, que habría debido adecuarse a las necesidades sociales, teniendo en cuenta al máximo la costumbre y la jurisprudencia, o como el de GASTÓN MORIN, La révorte desfaits contre la loi, (1920), que ponía al desnudo la contradicción entre la sociedad económica y el Estado, son ejemplos elocuentes del movimiento antidogmático en que se estaba desarrollando en la jurisprudencia francesa.
En Alemania, el grito de combate contra el tradicionalismo jurídico, en nombre de la sociología jurídica y de la libre investigación del derecho fue lanzado por HERMARM KANTOROWICZ, quien en 1906 publicó el folleto titulado La lucha por la ciencia del derecho (Der Kampf und die Reschwissenschaft), con el seudónimo de GNAEUS FLAVIUS, en el cual mostraba en el derecho libre, sacado directamente de la vida social e independientemente de las fuentes jurídicas de derivación estatal, el nuevo derecho natural, que tenía la misma función del antiguo derecho natural, es decir, la de representar un orden normativo, no de origen estatal aun cuando no tenía la naturaleza de él, como quiera que el derecho libre era también un derecho positivo, esto es, eficaz. Sólo el derecho libre estaba en capacidad de llenar las lagunas de la legislación. El dogma de la plenitud caía como inútil y peligroso obstáculo para la adecuación del derecho a las exigencias sociales, y en su lugar quedaba la convicción de que el derecho legislativo tenía lagunas, y que las lagunas no podían ser colmadas mediante el mismo derecho establecido, sino mediante el descubrimiento y la formulación del derecho libre.
El espacio jurídico vacío
La corriente del derecho libre, de la libre investigación del derecho, tiene entre los juristas más adversarios que amigos. El positivismo jurídico de estricta observancia, vinculado a la concepción estatista del derecho, no se dejó derrotar. El derecho libre representa ante los ojos de los juristas tradicionales una nueva encarnación del derecho natural, que desde la escuela histórica en adelante se consideraba derrotado y, por consiguiente, sepultado para siempre. Admitir la libre investigación del derecho (libre en el sentido de no estar ligada al derecho estatal), conceder carta de ciudadanía al derecho libre (esto es, a un derecho creado por el juez), significaba derribar el muro de contención del principio de legalidad, instituido en defensa del individuo, abrir las puertas al arbitrio, al caos, a la anarquía. La plenitud no era un mito, sino una exigencia de justicia; no era una función inútil, sino, una defensa útil de uno de los valores supremos que deben servir al ordenamiento jurídico, la certeza. Detrás de la batalla de los métodos se libraba, como siempre, una batalla ideológica. ¿Era deber de los juristas defender la justicia legal o bien favorecer la justicia sustancial? Los defensores de la legalidad permanecieron aferrados al dogma de la plenitud.
Pero para hacerla debieron encontrar argumentos nuevos. Después del ataque del derecho libre, repetir ingenuamente la vieja fe en la sapiencia del legislador no era suficiente. La fe fue sacudida. Era necesario demostrar críticamente que la plenitud, lejos de ser cómoda ficción o, peor, una creencia ingenua, era un carácter constitutivo de todo ordenamiento jurídico, y que si había una teoría errónea para refutar, ésta no era ya la teoría de la plenitud, sino la que sostenía la existencia de las lagunas, los juristas tradicionales, en suma, pasaron al contraataque. Como efecto de este contraataque el problema de la plenitud pasó de una fase dogmática a una fase crítica.
El primer argumento esgrimido por los positivistas de estricta observancia consistió en lo que llamaremos, por brevedad, el argumento del espacio jurídico vacío, enunciado y definido por uno de los más encarnizados seguidores del positivismo jurídico contra todo renacimiento iusnaturalista, KARL BERGBOIM, en el libro Jurisprudenz und RechtsphiJosophie (1892). En Italia fue aceptado por SANTI ROMANO en el ensayo Osservazioni sulla completezza dell ordinanamento statale (1925).
El razonamiento de BERGBOHM es más o menos el siguiente: toda norma jurídica representa una limitación a la libre actividad humana; por fuera de la esfera regulada por el derecho el hombre es libre de hacer lo que desee. El ámbito de actividad del hombre puede, por lo tanto, considerarse dividido desde el punto de vista del derecho, en dos comportamientos: aquel en el cual está limitado por normas jurídicas y que podemos denominar el espacio jurídico pleno, y aquel en el cual es libre y que podemos llamar espacio jurídico vacío. O hay vínculo jurídico o hay absoluta libertad. Tertium non datur. El ámbito de la libertad puede disminuir o aumentar, según que aumenten o disminuyan las normas jurídicas; pero no se puede dar el caso de que un acto nuestro sea al mismo tiempo libre y vinculado. Transportemos esta alternativa al plano del problema de las lagunas: Un caso, o está regulado por el derecho y, por tanto, es un caso jurídico o jurídicamente relevante, o no está regulado por el derecho y entonces pertenece al ámbito de la libre expresión de la actividad humana, que es el ámbito de lo jurídicamente irrelevante. No hay lugar para las lagunas del derecho.
Como es absurdo pensar en un caso que no sea jurídico y que, sin embargo, esté regulado, así mismo es imposible admitir un caso que sea jurídico y que, no obstante, no esté regulado, esto es, no es posible admitir una laguna del derecho. Allí donde el derecho llega con sus normas evidentemente no hay lagunas; pero allí donde no llega, está el espacio jurídico vacío, y, por consiguiente, no la laguna del derecho, sino la actividad indiferente del derecho. No existe un espacio intermedio entre el jurídicamente pleno y el jurídicamente vacío, donde se puedan colocar las lagunas: o hay ordenamiento jurídico y entonces no puede hablarse de laguna, o existe la denominada laguna y entonces no hay más ordenamiento jurídico, y la laguna no es tal porque no representa una deficiencia del ordenamiento, sino sus límites naturales, lo que se encuentra más allá de los límites de las reglas de un ordenamiento no es una laguna del ordenamiento, sino algo distinto del ordenamiento, así como la ribera de un río no es la ausencia de río, sino simplemente la separación entre lo que es río y lo que no es río.
¿El punto débil de esta teoría consiste acaso en que se funda sobre un concepto bastante discutible como es el de espacio jurídico vacío, o del ámbito de lo jurídicamente irrelevante? ¿Existe el espacio jurídico vacío? Parece que la afirmación del espacio jurídico vacío proviene de la falsa identificación de lo jurídico con lo obligatorio. Pero, ¿debe considerarse jurídicamente irrelevante o indiferente lo que no es obligatorio, y por consiguiente lo que representa la esfera de lo permitido o de lo lícito? Aquí está el error. Hemos hablado frecuentemente de lo mandado, de lo prohibido y de lo permitido como de las tres modalidades normativas. Para sostener la tesis del espacio jurídico vacío es necesario excluir el permiso de las modalidades jurídicas, puesto que lo que es permitido coincidiría con lo que es jurídicamente indiferente. Cuando más, sería necesario distinguir dos ámbitos, el del permiso o el de la libertad, uno jurídicamente, relevante y el otro jurídicamente irrelevante. Pero, ¿es posible hacer esta distinción? ¿Existe un ámbito de la libertad jurídica al lado de un ámbito de la libertad jurídicamente irrelevante?
La primera duda acerca de que la libertad jurídicamente irrelevante no existe surge del hecho que para definir esta libertad y para distinguida de la libertad jurídica (considerada como ámbito de lo lícito) ROMANO la denomina ámbito de lo que no es lícito ni ilícito. Ahora bien, dado que lo lícito y lo ilícito son dos términos contradictorios, no pueden excluirse recíprocamente, porque sino pueden ser ambos verdaderos, tampoco pueden ser falsos ambos. Y, por consiguiente, no puede existir una situación que no sea al mismo tiempo, ni lícita ni ilícita.
En realidad, la libertad no jurídica debería definirse mejor como “libertad no protegida”. ¿Qué significa esta expresión? ¿En este sentido hablar de una libertad no protegida junto a la libertad protegida? Veamos. Por “libertad protegida” se entiende aquella libertad que está garantizada (por medio de la coerción jurídica) contra eventuales obstáculos por parte de terceros (o del mismo Estado). Se trata de aquella libertad que es reconocida en el mismo momento en que se prohíbe a los terceros la obligación jurídica (o sea reforzada por la sanción en caso de incumplimiento) de no impedir su ejercicio. Se debe tener bien en cuenta que el ámbito de lo permitido (en una persona) está siempre ligado al ámbito de lo obligatorio (en otra persona o en todas las demás personas). Esto quiere decir que el ámbito del permiso jurídico puede ser considerado siempre desde el punto de vista de la obligación (esto es, de la obligación de los demás de no impedir el ejercicio de la acción lícita), y que el derecho nunca permite sin mandar y prohibir al mismo tiempo.
Ahora bien, si por libertad protegida se entiende la libertad garantizada contra un impedimento ajeno, por libertad no protegida (aquello que, repetimos, debería constituir el ámbito de lo jurídicamente irrelevante y del espacio jurídico vacío) debería entenderse una libertad no garantizada contra los otros obstáculos. Esto equivaldría a decir que el uso de la fuerza por parte, de un tercero para impedir el ejercicio de la libertad seria lícito. En pocas palabras, libertad no protegida significa licitud del uso de la fuerza privada. Pero si esto es así, en nuestros ordenamientos estatales modernos, caracterizados por la monopolización de la fuerza por parte del Estado y por la consiguiente prohibición del uso privado de la fuerza, la situación supuesta, como situación de libertad no protegida, no es posible.
Se comprende que al Estado, cuando atribuye una libertad, no le interesa qué cosa elijo, sino qué puedo elegir. Lo que él protege no es mi elección, sino mi derecho a elegir. Se podría objetar que el ordenamiento estatal moderno no puede tomarse como modelo de todo ordenamiento jurídico posible, y que hay ordenamientos jurídicos en los que el monopolio de la fuerza no es completo y que, por consiguiente, en estos ordenamientos hay casos en los que la intervención de la fuerza privada es lícita. Confieso que aun en este caso me es difícil hablar de ámbito de lo jurídicamente irrelevante. Si en cualquier caso la fuerza privada es lícita, significa que en este caso mi libertad no está protegida, y si lo está la fuerza del otro, y que, por tanto, la relación derecho-deber está invertida en el sentido que al deber del tercero de respetar la libertad ajena le sucede el derecho de violarla, y al derecho del otro de ejercer la propia libertad lo reemplaza el deber de aceptar el impedimento del otro. El hecho de que la libertad no sea protegida no hace que esta situación llegue a ser jurídicamente irrelevante, porque en el momento mismo en que la libertad de actuar del uno no está protegida, sí lo está la libertad del otro para ejercer la fuerza, y en cuanto protegida, ésta es jurídicamente relevante en relación con la otra. No desaparece la relevancia jurídica, simplemente cambia la relación entre el derecho y el deber.
La norma general exclusiva
Si no existe un espacio jurídico vacío quiere decir que sólo existe el espacio jurídico pleno. Precisamente de esta comprobación ha partido la segunda teoría, que en la reacción contra la escuela del derecho libre ha tratado de plantear críticamente el problema de la plenitud. Sintéticamente, la primera teoría, que hemos examinado en el parágrafo anterior, ha sostenido que no existen lagunas porque donde falta el ordenamiento jurídico, falta el mismo derecho y, por consiguiente, se debe hablar más precisamente de límites del ordenamiento jurídico antes que de lagunas. La segunda teoría, por el contrario, sostiene que no hay lagunas por la razón inversa, esto es, por el hecho de que el derecho nunca falta. Esta segunda teoría fue sostenida por primera vez por el jurista alemán E. ZITELMANN, en el ensayo titulado Las lagunas del derecho (Lucken in Recht, 1903) y, con algunas variantes, en Italia por DONATO DONATI en el importante libro El problema de las lagunas del ordenamiento jurídico, 1910.
El razonamiento seguido por estos autores se puede resumir así: una norma que regula un comportamiento no sólo limita la reglamentación y, por tanto, las consecuencias jurídicas que se derivan de esa reglamentación para aquel comportamiento, sino que al mismo tiempo excluye de aquella reglamentación todos los otros comportamientos. Una norma que prohíbe fumar, excluye la prohibición, es decir permite todos los otros comportamientos que no tengan que ver con fumar. Todos los comportamientos no comprendidos en la norma particular están regulados por una norma general exclusiva, o sea por la regla que excluye (por esto es exclusiva) todos los comportamientos (por esto es general) que no entran en lo previsto por las normas particulares. Se podría decir entonces, con otra frase, que las normas no nacen nunca solas sino en pareja: toda norma particular, que podemos llamar inclusiva, está acompañada, como si fuese su propia sombra, por una norma general exclusiva. De acuerdo con esta teoría, aliado de las normas particulares no habría nunca un espacio jurídico vacío, sino que más bien al lado de las normas hay toda una esfera de acciones reguladas por normas generales exclusivas. Mientras para la primera teoría la actividad humana está prohibida en dos campos, uno regulado por normas y otro no regulado, en virtud de esta segunda teoría toda la actividad humana está regulada por normas jurídicas, porque la que no queda regulada por las normas particulares, queda regulada por las normas generales exclusivas.
Para mayor claridad citemos textualmente las palabras de los dos autores que han formulado la teoría. Dice ZITELMANN: “En la base de toda norma particular que sanciona una acción con una pena o con la obligación de resarcir los daños, o que atribuye cualquier otra consecuencia jurídica, está siempre sobrentendida e implícita una norma fundamental, general y negativa, según la cual, prescindiendo de estos casos particulares, todas las otras acciones están exentas de pena o de resarcimiento, ya que toda norma positiva, con la que se atribuye una pena o un resarcimiento es, en este sentido, una excepción a la norma fundamental general y negativa. De donde se desprende que en caso de faltar tal excepción positiva no hay laguna, porque el juez puede siempre, aplicando la norma general y negativa, reconocer que el efecto jurídico de que se trata no se ha producido o que no ha surgido el derecho a la pena o la obligación al resarcimiento”.
Dice DONATI: “Dado el conjunto de las disposiciones que, previendo determinados casos, establecen para éstos la existencia de determinadas obligaciones, del conjunto de esas disposiciones se deriva al mismo tiempo una serie de normas particulares inclusivas y una norma general exclusiva: o sea, una serie de normas particulares dirigidas a establecer, para los casos particulares por ellas considerados especialmente, determinadas limitaciones, y una norma general dirigida a excluir cualquier limitación para todos los demás casos no considerados particularmente. En virtud de esta norma todo caso posible encuentra en el ordenamiento jurídico su regulación. Dado un caso determinado, o existe en la legislación una disposición que particularmente lo contemple, y de ésta se derivará para el mismo caso una norma particular, o bien, no existe y entonces caerá bajo la norma general indicada”.
El ejemplo dado por DONATI es el siguiente: en un Estado monárquico falta una disposición que regule la sucesión al trono en el caso de extinción de la familia real. Se pregunta: ¿a quién corresponde la Corona en el caso en que se dé la circunstancia de la extinción? Se podría creer que nos encontramos frente a un típico caso de laguna. DONATI sostiene, por el contrario, con base en la teoría de la norma general exclusiva, que aun en este caso existe una solución jurídica. En efecto como el caso no encuentra en el ordenamiento ninguna norma particular que lo considere, caerá bajo la norma general exclusiva, la cual establece precisamente para los casos comprendidos en éste, la exclusión de cualquier limitación. Por consiguiente, la pregunta propuesta: ¿a quién corresponde la Corona?, tendrá la siguiente solución, la única jurídicamente posible: la Corona no corresponde a nadie, es decir que el Estado y los súbditos están libres de cualquier limitación relativa a la existencia de un rey y, por consiguiente, tendrán derecho a rechazar la pretensión de quien desee hacerse reconocer como rey. Si esta solución no es políticamente satisfactoria ello no quiere decir en absoluto que no sea una solución jurídica. Se podrá lamentar que un Estado en el que falte tal ley está mal constituido; pero no se podrá decir que su ordenamiento es incompleto o que tenga lagunas.
Pero esta teoría de la norma general exclusiva también tiene su punto débil. Lo que dice lo dice bien y con apariencia de gran rigor, pero no lo dice todo. No dice que en un ordenamiento jurídico generalmente no sólo existe un conjunto de normas particulares inclusivas y una norma general exclusiva que las acompaña, sino también un tercer tipo de norma, que es inclusiva como la primera y general como la segunda, y que podemos denominar norma general exclusiva. Llamamos “norma general inclusiva” una norma como la contenida en el articulo 12 de las Disposiciones Preliminares del ordenamiento italiano, según la cual, en caso de laguna el juez debe recurrir a las normas que regulan casos similares o materias análogas, y norma general exclusiva la que regula todos los casos no comprendidos en la norma particular, pero que los regula en modo opuesto, la característica de la norma general inclusiva en regular en forma idéntica los casos no comprendidos en la norma particular, pero semejantes a éstos. Si frente a una laguna aplicamos la norma general exclusiva, el caso no regulado se resuelve de modo opuesto al regulado; si aplicamos la norma general inclusiva al caso no regulado, se resolverá de modo idéntico al regulado. Como se ve, las consecuencias de aplicar una u otra norma general son bien diferentes, e inclusive son opuestas. Y la aplicación de una o de otra norma depende del resultado de la indagación sobre el hecho de si el caso no regulado es similar o no al regulado. Pero el ordenamiento, en general, no nos dice nada sobre las condiciones con base en las cuales dos casos pueden ser considerados como similares. La decisión sobre la semejanza de los casos corresponde al intérprete y, por consiguiente, a él corresponde también la decisión de aplicar la norma general exclusiva en caso de laguna y, por lo mismo, excluir el caso no previsto por la regulación del caso previsto, o bien, aplicar la norma general inclusiva, y consecuentemente, incluir el caso no previsto en la regulación del caso previsto. En el primer caso se dice que opera el argumentuma contrario, en el segundo, el argumentum a simili.