FUENTES RECONOCIDAS Y
FUENTES DELEGADAS
La hipótesis de un ordenamiento compuesto por una o dos normas, es puramente académica. En realidad los ordenamientos se componen de una minada de normas que, como las estrellas en el firmamento son imposibles de contar.
¿Cuántas son las normas que conforman (por ejemplo) el ordenamiento jurídico italiano? Nadie lo sabe. Los juristas se lamentan de que son muchas, sin embargo, se crean nuevas normas y no puede ser de otra forma si se quiere satisfacer todas las necesidades de la siempre cambiante e intrincada vida social.
La dificultad para ubicar las normas constitutivas de un ordenamiento depende del hecho de que generalmente estas normas no provienen de una sola fuente. Podemos distinguir los ordenamientos jurídicos en simples y complejos, según que las normas que los componen se deriven de una sola fuente o de varias fuentes o de varias fuentes. De acuerdo con nuestra experiencia de historiadores o de juristas, los ordenamientos jurídicos son complejos. La imagen de un ordenamiento integrado solamente por dos personajes, el legislador, que crea la norma y los súbditos (ej. el pueblo) que las reciben, es puramente escolástica. El legislador es un personaje imaginario, que esconde una realidad más complicada.
Aún un ordenamiento restringido, poco institucionalizado, aplicable a un grupo social de pocos miembros, como la familia, es generalmente un ordenamiento complejo puesto que no siempre las reglas de conducta que rigen a los miembros del grupo tienen como fuente única la autoridad paterna, ya que el padre puede acoger reglas ya formuladas por sus antepasados, por las tradiciones familiares o bien por reenvío a otros grupos familiares; a veces, delega una parte (mayor o menor según las diferentes civilizaciones) del poder normativo a la esposa, o al hijo mayor. Ni siquiera en una concepción teológica del universo las leyes que regulan el cosmos se derivan todas de Dios, o sea, son leyes divinas; en algunos casos Dios ha delegado en los hombres la producción de leyes para regular su conducta, bien a través del dictamen de la razón (derecho Natural) o bien a través de la voluntad de los superiores (derecho positivo).
La complejidad de un ordenamiento jurídico proviene del hecho de que la necesidad que tiene cualquier sociedad de regular las conductas es tan grande que no hay ningún poder (u órgano) capaz de satisfacerlas por sí mismo. Para dar solución a esta exigencia el poder supremo recurre generalmente a dos medios:
La recepción de normas ya formuladas, producto de ordenamientos diversos y precedentes;
La delegación del poder de producir normas jurídicas en poderes u órganos inferiores.
Por estas razones, en todos los ordenamientos, al lado de las fuentes directas se encuentran fuentes indirectas, que se pueden distinguir en dos clases: fuentes reconocidas y fuentes delegadas.
La complejidad de un ordenamiento jurídico proviene, por tanto, de la multiplicidad de las fuentes de las cuales afluyen las reglas de conducta, en última instancia del hecho de que estas reglas tienen diverso origen, y llegan a existir (esto es, adquieren validez) partiendo de puntos muy lejanos.
Un típico ejemplo de recepción y, por tanto, de fuente reconocida es la costumbre en los ordenamientos estatales modernos, donde las fuente directa y superior es la ley. Cuando el legislador remite expresamente a la costumbre en una situación particular o cuando expresa o tácitamente remite a la costumbre en materias no reguladas por la ley (es el caso de la llamada costumbre praeter legem), él acoge normas jurídicas ya elaboradas y enriquece el ordenamiento jurídico en su totalidad con un conjunto, que puede ser importante, de normas producidas en otros ordenamientos e inclusive establecidas en tiempos anteriores al establecimiento del ordenamiento estatal.
Naturalmente, se puede también considerar la posibilidad de acudir a la costumbre como una autorización a los ciudadanos para producir normas jurídicas por medio de su comportamiento uniforme, es decir, considerar también la costumbre entre las fuentes delegadas, atribuyéndose a los usuarios la calificación de órganos estatales autorizados para producir normas jurídicas con su comportamiento uniforme.
Pero a mi parecer esta construcción, pese a lo ingeniosa, es un tanto mecánica como quiera, que no tiene en cuenta una diferencia: en la recepción el ordenamiento acoge un producto ya hecho, en la delegación una producción futura (Ej. un órgano en el futuro producirá normas). La costumbre se asemeja más a un producto natural; el reglamento, el acto administrativo o la sentencia del magistrado a un producto artificial. Se habla de poder reglamentario, de poder negocial, para indicar el poder normativo atribuido a los órganos ejecutivos o a los particulares. En cambio, es inapropiado hablar de un poder para producir normas consuetudinarias, que entre otras cosas, no se sabría ni siquiera a quien atribuido precisamente.
Un típico ejemplo de fuente delegada es el reglamento respecto de la ley. Los reglamentos son) como las leyes, normas generales y abstractas; pero, a diferencia de las leyes, su producción se confía generalmente al poder ejecutivo por delegación del poder legislativo, y una de sus funciones es la de integrar leyes muy genéricas, que contienen sólo máximas de dirección y que no pueden ser aplicadas sin una especificación posterior. Es imposible que el poder legislativo dicte todas las normas necesarias para regular la vida social: entonces se limita a dictar normas genéricas, que contienen sólo directivas y confía a los órganos ejecutivos, que son cada vez más numerosos, el encargo de hacerlas exigibles.
La misma relación existe entre normas constitucionales y leyes ordinarias, que a veces pueden ser consideradas como los reglamentos ejecutivos de las máximas de dirección contenidas en la Constitución. Si se asciende en el ámbito de la jerarquía de las fuentes, las normas son cada vez menos numerosas y mas genéricas; por el contrario, si se desciende, las normas son más numerosas y más específicas.
Otra fuente copiosísima de normas en un ordenamiento jurídico es el poder atribuido a los particulares para regular mediante actos voluntarios sus intereses propios; se trata del denominado poder negocial. La pertenencia de esta fuente a la categoría de fuentes reconocidas o a la de las fuentes delegadas es menos notoria. Si se pone el acento en la autonomía privada, entendida como capacidad de los particulares para darse normas a sí mismos en un determinado ámbito de intereses, y se consideramos a los particulares capacitados para constituir un ordenamiento jurídico menor, absorbido en el ordenamiento estatal, esta vasta fuente de normas jurídicas estaría concebida, más bien, como creadora independiente de reglas de conducta, que serían recibidas por el Estado. Si por el contrario, se pone el acento sobre el poder negocial como poder delegado del Estado a los particulares para regular los propios intereses en un campo extraño al interés público, la misma fuente aparece como fuente delegada. Se trata, en otras palabras, de decidir si la autonomía privada debe ser considerada como un residuo de un poder normativo natural o privado, anterior al Estado, o más bien, como un producto del poder originario del Estado.
Tipos de fuentes y formación
histórica del ordenamiento
Esta última cuestión demuestra que el problema de la distinción entre fuentes reconocidas y fuentes delegadas es un problema cuya solución, depende también de la concepción general que se asuma respecto de la estructura de un ordenamiento jurídico.
En todo ordenamiento el último punto de referencia de toda norma es el poder originario, esto es, el poder aliado del cual no existe otro poder capaz de justificar el ordenamiento jurídico. Este punto de referencia es necesario, sobre todo, como veremos más adelante, para fundamentar la unidad del ordenamiento. Denominaremos a este poder originario la fuente de las fuentes. Si todas las normas provinieran directamente del poder originario, nos encontraríamos frente a un ordenamiento simple. En la realidad no es así. La complejidad del ordenamiento, esto es, el hecho de que en un ordenamiento real las normas fluyen a través de diferentes canales, históricamente depende de dos razones fundamentales:
Ningún ordenamiento nace en un desierto; sin metáforas, la sociedad civil en la cual se forma un ordenamiento jurídico, como es, a manera de ejemplo, el Estado, no es una sociedad natural, en ningún momento privada de leyes, ya que es una sociedad en la cual están vigentes normas de varios géneros, morales, sociales, religiosas, consuetudinarias, reglas convencionales, y así sucesivamente. El nuevo ordenamiento que surge no elimina por completo la estratificación normativa que le precedía, dado que parte de aquellas reglas vienen a conformar, a través de una recepción expresa o tácita, el nuevo ordenamiento, que de este modo surge limitado por los ordenamientos precedentes. Cuando hablamos del poder originario entendemos originario jurídicamente, no históricamente. Podemos hablar en este caso de un límite externo del poder soberano.
El poder originario, una vez constituido, crea para sí mismo, para satisfacer la necesidad de una normatividad siempre actual, nuevos centros de producción jurídica, atribuyendo a los órganos ejecutivos el poder de producir normas integradoras subordinadas a las legislativas (los reglamentos); a los entes autónomos territoriales el poder de dictar normas adaptadas a las necesidades locales (el poder normativo de las regiones, de la provincia, de las comunas), ya los particulares el poder de regular los asuntos propios por medio de los negocios jurídicos (el poder negocial).
La multiplicación de las fuentes no deriva aquí, como en los casos considerados sub 1, de una limitación proveniente del exterior, esto es, el choque con una realidad normativa preconstituida, que debe ser tenida en cuenta también por el poder soberano, sino como una autolimitación del poder soberano, que sustrae de sí mismo una parte del poder normativo para darlo a otros órganos o entes, dependientes de aquel. Se puede hablar en este caso de límite interno del poder normativo originario.
Es interesante observar cómo este doble proceso de formación de un ordenamiento, a través de la absorción de un derecho preexistente y la creación de un derecho nuevo, y la consiguiente problemática de la limitación externa e interna del poder originario, es respetado fielmente en las dos concepciones principales con las que los iusnaturalistas explicaban el paso del estado de naturaleza al estado civil. La alusión que frecuentemente se hace a las teorías iusnaturalistas se debe al hecho de que se las considera como modelos racionales, útiles para la formulación de teorías simples sobre los problemas más generales del derecho y del Estado.
De acuerdo con el pensamiento iusnaturalista, el poder civil originario surge de un estado de naturaleza precedente, a través del procedimiento característico del contrato social. Pero sólo hay dos modos de concebir este contrato social. En una primera hipótesis, que podríamos denominar hobbesoniana, (relativa al filósofo Hobbes) quienes estipulan el contrato renuncian completamente a todos los derechos del estado de naturaleza y entonces el poder civil nace sin límites, es decir, toda limitación futura será auto limitación. En una segunda hipótesis, que podríamos llamar lockiana, (relativa al filósofo Locke) el poder civil se fundamenta en el fin de asegurar mejor el disfrute de los derechos naturales (como la vida, la propiedad, la libertad) y, por consiguiente, nace originariamente limitado por un derecho preexistente.
En la primera hipótesis el derecho natural desaparece completamente al dar vida al derecho positivo; en la segunda, el derecho positivo no es otra cosa que un instrumento para la completa actuación del derecho natural preexistente. Aún más, en la primera teoría la soberanía civil nace absoluta, esto es, sin límites. Los juristas positivistas que aceptan esta hipótesis se ven constreñidos a hablar de auto limitación del Estado para dar una explicación al hecho de que aun en un ordenamiento centralizado, y proclamadamente originario, como el Estado moderno, existan poderes normativos descentralizados o suplementarios, o zonas de libertad ante las cuales se detiene el poder normativo del Estado. En la segunda teoría, por el contrario, la soberanía nace ya limitada, porque el derecho originario no es suplantado completamente por el nuevo derecho positivo, como quiera que conserva en parte su eficacia en el interior del mismo ordenamiento positivo, como derecho receptado.
En estas dos hipótesis se ven representados y racionalizados con bastante claridad los dos procesos de formación de un ordenamiento jurídico y la estructura compleja que de allí se deriva.
De un lado; el ordenamiento positivo es concebido como si se hiciera tabla rasa de todo derecho preexistente, configurado aquí por el derecho que rige en el estado de naturaleza; por otro lado, se ha concebido como proveniente de un estado jurídico más antiguo pero que continúa subsistiendo. En el primer caso, todo límite del poder soberano es auto limitación; en el segundo existen límites originarios y externos. Cuando hablamos de la complejidad del ordenamiento jurídico, derivada de la existencia de fuentes reconocidas y de fuentes delegadas, acogemos y reunimos en una teoría unitaria del ordenamiento jurídico tanto la hipótesis de los límites externos como la hipótesis de los límites internos. A manera de ejemplo, la adopción de una normatividad consuetudinaria corresponde a la hipótesis de un ordenamiento que nace limitado, en tanto que la atribución de un poder reglamentario corresponde a la hipótesis de un ordenamiento que se auto limita, En cuanto al poder negocial, éste puede ser explicado con las dos hipótesis, ya sea como una especie de derecho del estado, de naturaleza (la identificación entre derecho natural y derecho de los particulares se encuentra, por ejemplo, en Kant) que el Estado reconoce, o como una delegación del Estado a los ciudadanos.
Las fuentes del derecho
En los dos parágrafos precedentes hemos hecho la distinción entre fuentes originarias y fuentes derivadas; hemos subdividido luego las fuentes derivadas en fuentes reconocidas y en fuentes delegadas, y hablamos también de una fuente de las fuentes. Pero no hemos dicho hasta ahora qué se entiende por “fuente”, Podríamos aceptar aquí una definición muy conocida: “fuentes del derecho” son aquellos hechos o aquellos actos de los cuales el ordenamiento jurídico hace depender la producción de normas jurídicas. El conocimiento de un ordenamiento jurídico (y también de un sector particular de este ordenamiento) parte siempre de la enumeración de sus fuentes. No es casual que en el artículo 10 de las Disposiciones Generales (de la Constitución italiana) se encuentre la lista de las fuentes del ordenamiento jurídico italiano vigente. Lo que interesa resaltar en una teoría general del ordenamiento jurídico no es tanto cuántas y cuáles sean las fuentes del derecho en un ordenamiento jurídico moderno, como el hecho de que, en el mismo momento en el cual se reconoce que existen actos o hechos de los cuales se hacer depender la producción de normas jurídicas (precisamente las fuentes del derecho), se reconoce también que el ordenamiento jurídico, más allá de regular el comportamiento de las personas, regula también el modo como se debe producir la regla.
Se suele decir que el ordenamiento jurídico regula la propia producción normativa, Ya habíamos visto que junto a las normas de comportamiento se encontraban normas de estructura. Estas normas de estructura se pueden considerar también como las normas para la producción jurídica, o sea, las normas que regulan los procedimientos de reglamentación jurídica, es decir, normas que no regulan un comportamiento, sino el modo de regular un comportamiento, o más exactamente, el comportamiento que regulan tiene que ver con la producción de las reglas.
Consideremos un ordenamiento elemental como el familiar. Si lo concebimos como un ordenamiento simple, esto es, como un ordenamiento en el cual sólo existe un fuente de producción normativa, no existiría sino una sola regla sobre la producción jurídica, que podría ser formulada de este modo: “el padre tiene la autoridad de regular vida de la familia”. Pero admitamos que el padre renuncie a regular directamente un sector de la vida familiar, como podría ser el relacionado con la vida escolar de los hijos, y confíe a la madre el poder de regulado. Tendremos en este ordenamiento una segunda norma sobre la producción jurídica, que podrá ser formulada así: “la madre tiene la autoridad, que la ha atribuido el padre, para regular la vida escolar de los hijos». Como se ve, esta norma no dice nada acerca de la forma cómo los hijos deben cumplir sus deberes escolares; simplemente determina a quien corresponde establecer estos deberes, es crear una fuente de derecho.
Tomemos ahora un ordenamiento estatal moderno. En todos los grados normativos encontramos normas de conducta y normas de estructura, esto es, normas encargadas directamente de regular las conductas de las personas, y normas encargadas de regular la producción de otras normas. Comencemos con la Constitución; en una Constitución como la italiana hay normas que sólo atribuyen directamente derecho y deberes a los ciudadanos, como las relativas a los derechos de libertad, pero hay otras normas que regulan el procedimiento por medio del cual el Parlamento puede ejercer el poder legislativo, y no establecen nada en relación con las personas, limitándose a determinar el modo como pueden ser dictadas las normas relativas a las personas. En cuanto a las leyes ordinarias, aún no todas están dirigidas directamente a los ciudadanos, y la mayor parte de ellas, como las leyes penales y gran parte de las leyes de procedimiento, tienen por objeto impartir instrucciones a los jueces acerca de la manera como ellos deben dictar esas normas individuales y concretas que son las sentencias, o bien no son normas de conducta sino normas para la producción de otras normas.
Basta haber llamado la atención sobre esta categoría de normas para la producción de otras normas, ya que la presencia y frecuencia de estas normas es lo que constituye la complejidad del ordenamiento jurídico; y sólo el estudio del ordenamiento jurídico permite entender la naturaleza y la importancia de estas normas. Desde el punto de vista formal, la teoría de la norma jurídica se había detenido en la consideración de las normas como imperativos, entendiendo las normas para la producción de otras normas, debemos colocar al lado de los imperativos, entendidos como mandatos de hacer o de no hacer, que podemos denominar imperativos de primera instancia, los imperativos de segunda instancia, entendidos como mandatos para ordenar ate. Sólo la consideración del ordenamiento en su conjunto permite percibir la presencia de estas normas de segunda instancia. La clasificación de este tipo de normas es más compleja que la de las normas de primera instancia que clasificamos, siguiendo la tripartición clásica, en normas imperativas, prohibitivas y permisivas. Se pueden distinguir nueve tipos de normas de segunda instancia:
Clasificación normativa
(ejemplos del derecho italiano)
Normas que ordenan mandar (por ejemplo: art. 34, inc. 2 Constitución, por el cual el constituyente ordena al legislador ordinario promulgar leyes que hagan obligatoria la instrucción).
Normas que prohíben mandar (art. 27, inc. A, que prohíbe al legislador imponer la pena de muerte).
Normas que permiten mandar (en todos los casos en los cuales el constituyente considera que no debe intervenir para dictar normas sobre algunas materias, se puede decir que aquél le permite regularlas al legislador. Por ejemplo, el art. 32, inc. 2, permita al legislador ordinario establecer normas relativas a materias sanitarias).
Normas que ordenan prohibir (art. 18, inc. 2, el constituyente impone al legislador ordinario dictar normas que prohiban las asociaciones secretas).
Normas que prohíben prohibir (art. 22: “Nadie podrá ser privado por motivos políticos, de la capacidad jurídica, de la ciudadanía, del nombre”).
Normas que permiten prohibir (a propósito del art. 40 de la Constitución, que sanciona la libertad de huelga, se puede observar que ni en éste ni en otro lugar se habla de la libertad de paro patronal; esta laguna se podría interpretar como si el constituyente hubiere dejado al legislador la facultad de prohibirlo).
Normas que ordenan permitir (este caso coincide con el quinto).
Normas que prohíben permitir (este caso coincide con el cuarto).
Normas que permiten permitir (como el permiso es la negación de una prohibición, éste es el caso de una ley constitucional que derogue una prohibición contenida en una ley constitucional precedente).
Elaboración gradual
del ordenamiento
La complejidad del ordenamiento, sobre la cual ya hemos llamado la atención, no excluye su unidad. No podríamos hablar de un ordenamiento jurídico si no lo consideramos como algo unitario. Es fácilmente comprensible que un ordenamiento simple sea unitario, es decir, que sus normas provengan de una sola fuente. Pero que un ordenamiento complejo sea unitario es algo que se debe explicar.
Acogemos aquí la teoría de la elaboración gradual del ordenamiento jurídico de Kelsen, como quiera que esta teoría sirve para explicar la unidad de un ordenamiento jurídico complejo. La esencia de esta teoría está en que las normas de un ordenamiento no se encuentran todas en el mismo plano, pues hay normas superiores y normas inferiores. Las normas inferiores dependen de las superiores. Partiendo de las normas inferiores y pasando por las que se encuentran en un plano más alto, llegamos por último a una norma suprema que no depende de ninguna otra norma superior, la norma fundamental en la cual reposa la unidad del ordenamiento. Todo ordenamiento tiene una norma fundamental, que da unidad a todas las otras normas; esto significa que la norma se esparce dando lugar a un conjunto unitario, que se puede denominar justamente “ordenamiento”. La norma fundamental es el término unificador de las normas que componen un ordenamiento jurídico. Sin ella, las normas de que hemos hablado hasta ahora constituirían un conjunto informe, mas no un ordenamiento. En otras palabras, por numerosas que sean las fuentes del derecho en un ordenamiento complejo, este ordenamiento constituye una unidad por el hecho de que directa o indirectamente, con giros más o menos tortuosos, todas las fuentes del derecho convergerían en una única norma.
Como consecuencia de la presencia de normas superiores e inferiores en un ordenamiento jurídico, éste tiene una estructura jerárquica. Las normas de un ordenamiento están dispuestas en orden jerárquico, la trascendencia de este orden jerárquico se demostrará en el capítulo siguiente, cuando hablaremos de las antinomias y del modo de resolverlas. Aquí nos limitaremos a comprobado y a explicarlo. Consideremos cualquier acto con el cual Ticio exija la obligación contratada por Cayo, y llamémoslo acto ejecutivo. Este acto ejecutivo es el cumplimiento de una regla de conducta derivada del contrato. Por otra parte, el cumplimiento del contrato debe ajustarse a las normas legislativas que disciplinan los contratos. En cuanto a la normas legislativas éstas deben haber, sido dictadas siguiendo las normas constitucionales para la creación de las leyes. Por tanto, el acto ejecutivo, del cual hemos partido nosotros, está ligado, aunque en forma mediata; a las normas constitucionales que producen, si bien en niveles distintos, las normas inferiores. El acto ejecutivo pertenece a un sistema normativo dado en cuanto que, de norma en norma, provendrá de las normas constitucionales. El cabo recibe órdenes del sargento, el sargento del teniente y éste del capitán, y así hasta, llegar al general; en un ejército se habla de unidad de mando porque la orden del cabo puede provenir del general. El ejército es un ejemplo de estructura jerárquica. Y así es el ordenamiento jurídico.
Al acto de Ticio que exige el cumplimiento de un contrato lo hemos llamado acto ejecutivo, así como hemos denominado a las normas constitucionales, normas productoras de normas inferiores. Si observamos mejor la estructura jerárquica del ordenamiento, advertiremos que los términos ejecución y producción son relativos.
Podemos decir que Ticio ejecuta el contrato, como también que tanto Ticio como Cayo, al estipular el contrato, han ejecutado las normas sobre los contratos, y que los órganos legislativos al dictar las leyes sobre contratación han ejecutado la Constitución. Por otra parte, sí es cierto que las normas constitucionales producen las leyes ordinarias, y también lo es que las leyes ordinarias producen normas sobre los contratos y quienes estipulan un contrato producen el acto ejecutivo de Ticio.
En una estructura jerárquica como la del ordenamiento jurídico, los términos “ejecución” y “producción” son relativos, porque la misma norma puede ser considerada, al mismo tiempo, ejecutiva y productiva: ejecutiva respecto de la norma superior, y productiva respecto de la norma inferior. Las leyes ordinarias ejecutan la Constitución y producen los reglamentos. Los reglamentos ejecutan las leyes ordinarias y producen los comportamientos conformes con aquellas. Todas las fases de un ordenamiento son en conjunto ejecutivas y productivas, con excepción de la que está en el grado más alto y de la que está en el grado más bajo. El grado más bajo está compuesto por actos ejecutivos, razón por la cual estos actos son ejecutivos y no productivos. El grado más alto está constituido por la norma fundamental (sobre la cual volveremos en la parágrafo siguiente) que, por tanto, es productiva y no ejecutiva.
Por lo general, la estructura jerárquica de un ordenamiento se representa como una pirámide, por lo que también se habla de constitución piramidal del ordenamiento jurídico. En esta pirámide el vértice está ocupado por la norma fundamental, y la base está constituida por los actos ejecutivos. Si miramos de abajo hacia arriba, veremos, por el contrario, una serie de procesos de ejecución jurídica. En los grados intermedios, hay un conjunto de producción y ejecución, y en los grados extremos hay o sólo producción (norma fundamental) o sólo ejecución (actos ejecutivos). Este doble proceso ascendente y descendente puede ser aclarado aún más con otras dos nociones características del lenguaje jurídico: poder y deber.
Mientras que la producción jurídica es la expresión de un poder (originario o derivado), la ejecución revela el cumplimiento de un deber. Una norma que atribuye a una persona o a un órgano el poder de dictar normas jurídicas impone, al mismo tiempo, a otra persona, el deber de obedecerlas. Poder y deber son dos conceptos correlativos; uno no puede existir sin el otro. Denominamos poder, en una de sus más importantes acepciones, a la capacidad que el ordenamiento jurídico atribuye a ésta o aquella persona de cumplir deberes jurídicos con respecto a otras personas; se Rama deber jurídico el comportamiento a que está obligado el que se halla sometido al poder. No hay deber respecto de un sujeto sin que exista un poder por parte del otro sujeto. A veces puede existir un poder sin un deber correspondiente: se trata del caso en el cual al poder no le corresponde un deber, sino una selección (son los llamados derechos potestativos); pero este tema, muy discutido, sobre el cual nos hemos referido otras veces, es ajeno a este estudio. Sea como fuere, poder y deber son dos términos correlativos de la relación jurídica, la cual se puede definir como la relación entre el poder de un sujeto y el deber de otro sujeto. (Para indicar el correlativo del deber, preferimos la palabra “poder” a la palabra más comúnmente usada, “derecho”, porque esta última, en el sentido de derecho subjetivo, tiene muchos significados diferentes y constituye una de las mayores fuentes de confusión en las controversias entre los teóricos del derecho. “Derecho” significa también “facultad”, “permiso”, “lícito”, en el sentido, ya explicado en la parte referente a la teoría de la norma jurídica de comportamiento opuesto al deber: el permiso como negación del deber. Cuando por el contrario en vez de “derecho” se usa el término “poder”, el derecho no es la negación del deber, sino el término correlativo del deber en una relación intersubjetiva).
En cuanto a la pirámide que representa el ordenamiento jurídico, desde el momento en que poder y deber son dos términos correlativos, si la consideramos de arriba hacia abajo, veremos una serie de poderes sucesivos; el poder constitucional, el poder legislativo ordinario, el poder reglamentario, el poder jurisdiccional, el poder negocial y otros más; si la consideramos de abajo hacia arriba veremos una serie de deberes sucesivos; el deber del sujeto de ejecutar la sentencia de un magistrado; el deber del magistrado de ceñirse a las leyes ordinarias; el deber del legislador de no violar la Constitución.
Hagamos una última precisión sobre la estructura jerárquica del ordenamiento. No obstante que todos los ordenamientos tienen forma de pirámide, no todas las pirámides tienen el mismo número de planos. Hay ordenamientos en los que no existen diferencias entre leyes constitucionales y leyes ordinarias; son aquellos ordenamientos en los que el poder legislativo puede, con el mismo procedimiento, producir leyes ordinarias y leyes constitucionales, y en los que, por tanto, el legislador ordinario no está obligado a ejecutar las prescripciones contenidas en las leyes constitucionales.
Se puede imaginar un ordenamiento en el que se haya abolido también el plano de las leyes ordinarias: sería un ordenamiento en el cual la Constitución atribuye directamente a los órganos judiciales el poder de dictar las normas jurídicas necesarias, caso por caso. En un sistema jurídico inspirado en una ideología colectivista, en el que se haya abolido toda forma de propiedad privada, estaría eliminado el plano normativo constituido por el poder negocial.
Pero no existen sólo ejemplos de ordenamientos con un número de planos normativos menor del normal. No es difícil encontrar ejemplos de ordenamiento con más planos, como sería el caso de los Estados federales en los que además del poder legislativo del Estado federal hay también un poder legislativo, subordinado a aquel, atribuido a los Estados miembros.
Límites materiales y límites formales
Cuando un órgano superior atribuye un poder normativo a un órgano inferior, no le atribuye un poder ilimitado, puesto que el hacerla establece también los límites dentro de los cuales puede ser ejercido dicho poder normativo. Tanto el ejercicio del poder negocial como el ejercicio del poder jurisdiccional están limitados por el poder legislativo, y éste, a su vez, está limitado por el poder constitucional. A medida ende a lo largo de la pirámide, el poder normativo está cada vez más circunscrito. Piénsese en la cantidad de poder atribuido a la fuente negocial con respecto a la atribuida a la fuente legislativa, los límites con los cuales el poder superior restringe y regula el poder inferior son de dos tipos diferentes:
Relativos al contenido.
Relativos a la forma.
Por esto se habla de límites materiales y de límites formales. El primer tipo de límites tiene que ver con el contenido de la norma que el inferior está autorizado para dictar, y el segundo tipo se refiere a la forma, esto es, al modo o al procedimiento por medio del cual el inferior debe dictar la norma. Desde el punto de vista del inferior, puede observarse que éste refiere un poder limitado, en relación con aquello que puede mandar o prohibir, o respecto de cómo puede mandar o prohibir. Estos dos límites pueden ser impuestos al mismo tiempo, pero en algunos casos se puede imponer uno u otro. Es importante destacar estos límites, porque delimitan el ámbito en el que la norma inferior puede ser proferida legítimamente; una norma inferior que exceda los límites materiales, esto es, que regule una materia diferente de la que le ha sido asignada o en forma diferente de la prescrita, o bien que exceda los límites formales al no seguir el procedimiento establecido, es susceptible de ser declarada ilegítima o de ser expulsada del sistema.
En el paso de la norma constitucional a la ordinaria son frecuentes y evidentes tanto los límites materiales como los formales. Cuando la ley constitucional atribuye a los ciudadanos, por ejemplo, el derecho a la libertad religiosa, limita el contenido normativo del legislador ordinario, o sea, que le prohíbe dictar normas que tengan por contenido la restricción o la supresión de la libertad religiosa. Los límites de contenido pueden ser positivos o negativos, según que la Constitución le imponga al legislador ordinario dictar normas en una materia determinada (mandato de ordenar), o bien le prohíba dictar normas en una determinada materia (prohibición de ordenar o mandato de permitir).
Cuando una Constitución establece que el Estado debe proveer a la instrucción hasta una cierta edad, le atribuye al legislador ordinario un límite positivo; en cambio, cuando atribuye ciertos derechos de libertad, establece un límite negativo, consistente en la prohibición de dictar leyes que limiten o eliminen cualquier ámbito de libertad. En cuanto a los límites formales, éstos están constituidos por todas aquellas normas de la Constitución que regulan el funcionamiento de los órganos legislativos, y que representan una parte importante de una Constitución. Mientras los límites formales generalmente nunca faltan, en las relaciones entre Constitución y ley ordinaria pueden faltar los limites materiales; esto se comprueba en los ordenamientos en los que no hay una diferencia de grado entre leyes constitucionales y leyes ordinarias (las llamadas constituciones flexibles). En estos ordenamientos el legislador puede legislar en cualquier materia y en cualquier dirección. En la Constitución típicamente flexible como la inglesa se ha dicho que el Parlamento puede hacerlo todo con excepción de transformar un hombre en mujer (que, como acción imposible, está por sí misma excluida de las acciones regulables).
Sí observamos ahora el paso de la ley ordinaria a la decisión judicial, entendida como regulación del caso concreto, en la mayor parte de las legislaciones encontramos los dos límites. Las leyes relativas al derecho sustancial pueden ser consideradas bajo un cierto ángulo visual (en cuanto se entienden como reglas dirigidas a los jueces antes que a los ciudadanos), como límites de contenido al poder normativo del juez; en otras palabras, la existencia de las leyes del derecho sustancial hacen que el juez, al decidir una controversia, deba buscar y encontrar la solución prevista en las leyes ordinarias.
Cuando se dice que el juez debe aplicar la ley, se dice, en otras palabras, que la actividad del juez está limitada por la ley, en el sentido de que el contenido de la sentencia debe corresponder al contenido de una ley; si esta correspondencia no se da, fa sentencia del juez puede ser declarada sin valor, como cuando una ley ordinaria no es conforme con la Constitución. Las leyes relativas al procedimiento constituyen, en cambio, los límites formales de la actividad del juez. Esto quiere decir que el juez está autorizado para dictar normas jurídicas en cada caso concreto, pero siguiendo un rito preestablecido en gran parte por la ley.
En general los vínculos del juez en relación con las leyes son más amplios de los que tiene el legislador ordinario en relación con la Constitución. Mientras que en el paso de la Constitución a la ley ordinaria vimos que se podía presentar el caso de ausencia de límites materiales, en el paso de la ley ordinaria a la decisión del juez es difícil que en la realidad se presente esta ausencia. Imaginemos la hipótesis de un ordenamiento en el que la Constitución establece que en todos los casos el juez debe juzgar según la equidad. Se llaman “juicios de equidad” aquellos en los cuales el juez está autorizado para resolver una controversia sin recurrir a una norma legal preestablecida. El juicio de equidad puede definirse como la autorización que tiene le juez para producir derecho más allá de todo limite material impuesto por las normas superiores. En nuestros ordenamientos este tipo de autorización es muy raro. En los ordenamientos en los que el poder creador del juez es más amplio, el juicio de equidad es, no obstante, excepcional. En estos casos los límites materiales al poder normativo del juez no derivan de la ley escrita, pero sí de otras fuentes superiores, como pueden ser la costumbre o bien el precedente judicial.
En el paso de la ley ordinaria al negocio jurídico, esto es, al ámbito de la autonomía privada, generalmente prevalecen los límites formales sobre los materiales.
Las normas relativas a los contratos generalmente son reglas destinadas a fijar el modo como debe desarrollarse el poder negociar para que produzca consecuencias jurídicas, más que la materia que se debe desarrollar. Se puede formular el principio general según el cual, en relación con la autonomía privada, al legislador ordinario no le interesa tanto la materia sobre la cual puede ejercerse cuanto la forma como debe desarrollarse. En la teoría general del derecho esto ha conducido a afirmar, con una extrapolación ilícita, que al derecho no le interesa tanto lo que los hombres hacen cuanto el modo como lo hacen; o también, que el derecho no prescribe lo que los hombres deben hacer, sino el modo, es decir, la forma de la acción; en síntesis, que el derecho es una regla formal de la conducta humana. Una tesis de este género “tiene apariencia de verdad sólo si está referida a la relación entre ley y autonomía privada. Pero también en esta materia restringida está muy lejos de tener fundamento. Piénsese, por ejemplo, en el poder atribuido al particular para disponer de sus propios bienes mediante testamento. No hay duda que la ley, precisamente por una actitud de respeto hacia la voluntad individual, prescribe, inclusive minuciosamente, las formalidades relativas a la redacción del testamento para que éste pueda ser considerado válido. Pero ¿se puede decir que la ley renuncia completamente a impartir reglas relativas al contenido? Cuando la legislación establece cuáles son las partes del patrimonio de las que el testador no puede disponer (la denominada “legítima”), nos encontramos frente a límites no sólo formales, sino de contenido, como quiera que son límites que restringen el poder del testador no sólo en relación con la forma sino también con el contenido.
La norma fundamental
En el párrafo 55 partimos de las normas inferiores hacia las superiores, hasta llegar a las normas constitucionales. ¿Son las normas constitucionales realmente las últimas normas, después de las cuales no se puede seguir? Por otra parte. ¿Qué es lo que lleva a hablar de norma fundamental en todo ordenamiento jurídico? ¿Son acaso las normas constitucionales la norma fundamental?
Para cerrar el sistema debemos ir un poco más allá de las normas constitucionales. Partimos de la consideración, ya hecha, de que toda norma presupone un poder normativo, pues norma significa imposición de deberes (imperativo, mandato, prescripción, etc.); donde hay deber, ya hemos visto, hay poder. Por tanto, si hay normas constitucionales debe haber un poder normativo del cual se deriven y este poder es el poder constituyente. El poder constituyente es el poder último, o, si preferimos, supremo u originario de un ordenamiento jurídico. Determinado el poder constituyente como poder último, debemos presuponer, por tanto, una norma que le atribuye al poder constituyente la facultad de producir normas jurídicas: esta norma es la norma fundamental que, de una parte, le atribuye a los ordenamientos constitucionales el poder de producir normas válidas, y de otra, le impone a todas las personas a quienes se dirige la norma constitucional, el deber de obedecerla. Es la norma al mismo tiempo atributiva e imperativa, según la consideremos desde el punto de vista del poder que le da origen o de la obligación que impone. Puede ser formulada de esta forma: “El poder constituyente está autorizado para dictar normas obligatorias para toda la colectividad”, o también, “la colectividad está obligada a obedecer las normas emanadas del poder constituyente”.
Obsérvese bien que la norma fundamental no es expresa, como quiera que la presupongamos al crear el sistema normativo. Para crear un sistema normativo es necesario una norma última, más allá de la cual sería inútil proseguir. Toda la polémica sobre la norma fundamental proviene de no haber entendido su función. La unidad de un ordenamiento compuesto por normas de diverso origen exige que las normas que lo componen se reduzcan a la unidad. Esta reductio ad unum no puede ser completa si por encima’ del sistema no se pone una norma única, de la cual se deriven todas las otras, directa o indirectamente. Esta norma única no puede ser otra que la que impone el deber de obedecer el poder originario del cual provienen la Constitución, las leyes originarias, los reglamentos, la decisión judicial, etc. Si no postulásemos una norma fundamental no encontraríamos el ubi consistam del sistema. Y esta norma última no puede ser sino aquella de la cual se deriva el poder primario. Habiendo definido todo poder jurídico como el producto de una norma jurídica, podemos considerar el poder constituyente como poder jurídico sólo si lo consideramos también como el producto de una norma jurídica. La norma jurídica que produce el poder constituyente es la norma fundamental. El hecho de que esta norma no sea expresa no significa que no exista, pues a ella nos referimos como el fundamento sobreentendido de la legitimidad de todo el sistema. Cuando apelamos a la Constitución italiana para solicitar su aplicación, alguna vez nos hemos preguntado, ¿qué significa, jurídicamente, nuestra apelación? Significa que consideramos legítima la Constitución porque ha sido legítimamente establecida. Si nos preguntamos además qué significa que haya sido establecida legítimamente, o nos remontamos al decreto del lugarteniente del 25 de junio de 1944, que le atribuía a una futura Asamblea Constituyente la tarea de dictar la nueva Constitución del Estado, o aceptando la tesis de la ruptura entre el viejo y el nuevo ordenamiento no podemos hacer otra cosa que presuponer una norma que impone obedecer lo que el poder constituyente ha establecido; y ésta es la norma fundamental que, aun cuando no se expresa, es el presupuesto de nuestra obediencia a las leyes derivadas de la Constitución y a la Constitución misma.
Podemos tratar de explicar la necesidad de postular la norma fundamental por otra vía Hemos hablado hasta ahora del ordenamiento como conjunto de normas.
¿Cómo hacemos para establecer si una norma pertenece a un ordenamiento? La pertenencia de una norma a un ordenamiento es lo que se denomina validez. Vimos en la primera parte cuáles son las condiciones necesarias para poder establecer cuándo la norma es válida. Estas condiciones sirven para probar precisamente que una determinada norma pertenece a un ordenamiento. Una norma existe como norma jurídica, o es jurídicamente válida, en cuanto pertenece a un ordenamiento jurídico. Saber si una norma jurídica es válida o no, no es cuestión ociosa. Si una norma jurídica es válida significa que es obligatorio obedecerla. y esto último significa generalmente que si no se obedece el juez se verá obligado a intervenir imponiendo ésta o aquella sanción. Si es cierto que los ciudadanos frecuentemente actúan sin preocuparse de las consecuencias jurídicas de sus actos y por tanto, sin preguntarse si están actuando o no conforme a una norma válida, en cuanto al juez, éste aplica sólo las normas que son válidas o que considera válidas.
El juicio sobre la validez de una norma es decisivo para la conducta del juez, aunque no siempre para la del ciudadano. Pero, ¿cómo hacen los ciudadanos o el juez para distinguir una norma válida de una norma no válida, en otras palabras, para distinguir una norma que pertenece al sistema de otra que no hace parte del sistema?
Hemos dicho en la primera parte que la primera condición para que una norma sea considerada válida es que haya sido dictada por una autoridad que detente legítimamente el poder de producir normas jurídicas. Pero, ¿cuál es la autoridad que tiene este poder legitimo? La autoridad a la cual una norma superior, también legitima, le ha atribuido este poder. Y ¿de dónde proviene esta norma superior? Una vez más de grado en grado llegamos al poder supremo, cuya legitimidad la da una norma más allá de la cual no existe otra norma y es, por tanto, la norma fundamental. Así podemos afirmar que la pertenencia de una norma a un ordenamiento se establece yendo de grado en grado, de poder en poder, hasta llegar a la norma fundamental. Como quiera que la pertenencia al ordenamiento significa validez, podemos concluir que una norma es válida cuando se puede relacionar, no importa si a través de uno o más grados, con la norma fundamental. Entonces diremos que la norma fundamental es el criterio supremo que permite establecer la pertenencia de una norma a un ordenamiento, en otras palabras, es el fundamento de validez de todas las normas del sistema. No es sólo la exigencia de la unidad del ordenamiento, sino también la exigencia de fundar la validez del ordenamiento lo que lleva a postular la norma fundamental, la cual es, asimismo, el fundamento de validez y el principio que lo unifique, no podría existir ordenamiento sin norma fundamental.
Una teoría coherente del ordenamiento jurídico no puede estar disociada de la teoría de la norma fundamental. Al respecto cualquiera podría preguntar. ¿Y en qué se fundamenta la norma fundamental? Gran parte de la dificultad para admitir la existencia de la norma fundamental se deriva de las objeciones que se formulan a esta pregunta.
Hemos dicho varias veces que la norma fundamental es un presupuesto del ordenamiento, que cumple en un sistema normativo la misma función que cumplen los postulados en un sistema científico, siendo éstos las proposiciones primarias de las cuales se deducen otras, sin que a su vez sean deducibles. Los postulados se imponen por convención o por pretensión de evidencia. Lo mismo se puede decir de la norma fundamental: ésta es una convención o. si se quiere, una proposición evidente que se coloca en el vértice del sistema porque con ella se pueden relacionar todas las otras normas. A la pregunta ¿en qué se fundamenta esta norma? se debe responder que la norma fundamental no tiene ningún fundamento, porque si lo tuviese dejaría de ser la norma fundamental, ya que habría una norma superior de la cual dependería. Quedaría entonces planteado el problema de esta nueva forma, problema que sólo podría ser resuelto acudiendo a otra norma, o bien aceptando la nueva norma como postulado.
Todo sistema tiene un origen. El preguntarse qué se encuentra detrás de este comienzo es un problema infecundo. La única respuesta que se puede dar a quien desee saber cuál es el fundamento del fundamento es que para saberlo se necesita salir del sistema. Por tanto, en lo que respecta al fundamento de la norma fundamental se puede decir que se trata de un problema no en el sentido jurídico, como quiera que su solución se encuentre fuera del sistema jurídico, o sea, del sistema que se basa en la postulación de la norma fundamental.
Con el problema del fundamento de la norma fundamental salimos de la teoría del derecho positivo, a la cual nos hemos referido hasta ahora, y entramos en la discusión secular en tomo al fundamento, o mejor, a la justificación, en sentido absoluto, del poder. Podemos concebir las teorías tradicionales sobre el fundamento del poder como tentativas de responder a la pregunta, ¿cuál es el fundamento de la norma fundamental de un ordenamiento jurídico positivo? La respuesta a esta pregunta puede ser dada en “cuanto se trascienda el ordenamiento Jurídico positivo y se tenga en consideración un ordenamiento más amplio, por ejemplo, el ordenamiento cósmico, o el género humano, del cual el ordenamiento jurídico ha sido considerado la parte; en otras palabras, llevando a cabo la operación de insertar un sistema dado, en nuestro caso el sistema jurídico, en un sistema más vasto. Presentamos aquí, a manera de explicación de lo que estamos diciendo, algunas famosas respuestas dadas al problema del, fundamento último del poder, teniendo presente que cada una de estas respuestas puede ser concebida como la formulación de una norma superior a la norma fundamental, en la cual nos hemos detenido, como el descubrimiento de un poder superior al poder constituyente, es decir, de un poder que sería la verdadera fuente última de todo poder.
Todo poder viene de Dios (omnis potestas nisi a Deo). Esta doctrina integra la norma fundamental de un ordenamiento jurídico al afirmar que el deber de obedecer al poder constituyente deriva del hecho de que este poder (como todo poder soberano) deriva de Dios, o sea, que ha sido autorizado por Dios para dictar normas jurídicas válidas. Lo que significa que a la pirámide del ordenamiento es necesario agregarte un grado superior al representado por el poder normativo de los órganos constitucionales, y este grado superior es el poder normativo divino. El legislador ordinario es un delegado del legislador constituyente; el legislador constituyente es un delegado de Dios. La norma fundamental en este caso hace de Dios la autoridad capaz le dictar normas obligatorias para todos los hombres y al mismo tiempo ordena a todos os hombres obedecer los mandatos de Dios.
El deber de obedecer al poder constituido deriva de las leyes naturales. Por la ley natural se entiende una ley que no ha sido dictada por una autoridad histórica, sino que ha sido revelada al hombre por medio de la razón. La definición más frecuente le derecho natural es dictamen rectae rationis. Para justificar el derecho positivo. La teoría iusnaturalista propone otro derecho, superior al derecho positivo, que no deriva de la voluntad de éste o de aquel hombre, sino de la razón misma que es común a todos los hombres. Algunas corrientes iusnaturalistas sostienen que uno de los preceptos fundamentales de la razón, y, por tanto, de la ley natural es la necesidad de obedecer a los gobernantes (es la denominada teoría de la obediencia). Para quienes sostienen esta teoría, la norma fundamental de un ordenamiento positivo se funda en una ley natural que ordena obedecer a la razón, la cual, a su vez, ordena obedecer a los gobernantes.
El deber de obedecer al poder constituido deriva de una convención originaria, en la cual el poder tiene su propia justificación. A lo largo de todo el curso del pensamiento político, desde la Antigüedad hasta la Edad Moderna, el fundamento del poder se ha encontrado frecuentemente en el denominado contrato social, que consiste en un acuerdo originario entre quienes se encuentran reunidos en sociedad o bien entre los miembros de una sociedad y aquellos a quienes se les ha confiado el poder. Según esta doctrina, el poder constituido obtiene su legitimidad no ya del hecho de derivar de Dios o de la naturaleza, sino de un acuerdo de voluntades que le ha dado vida. Aquí la voluntad colectiva tiene la misma función de Dios en las doctrinas teológicas, y de la razón en las teorías iusnaturalistas como quiera que tiene por función representar un grado superior, más allá de la norma fundamental de un ordenamiento jurídico positivo, que corresponde al grado supremo que permite responder a la pregunta en tomo al fundamento del fundamento. Pero esta respuesta, no obstante su apariencia, no es más realista que las anteriores. y como las precedentes desplaza el problema de la existencia del ordenamiento jurídico a su justificación.
Derecho y fuerza
Más allá de las objeciones sobre el fundamento de la norma fundamental, la teoría de la norma fundamental es objeto, muy frecuentemente, de otra crítica que no se relaciona con su existencia, sino con su contenido. La norma fundamental establece la necesidad de obedecer el poder originario (que es el mismo poder constituyente). Pero, ¿qué es el poder originario?’ Es el conjunto de las fuerzas políticas que en un determinado momento histórico toman ventaja e instauran un nuevo ordenamiento jurídico. Se objetará entonces que hacer depender todo el sistema normativo del poder originario significa reducir el derecho a la fuerza.
Sobre las relaciones entre derecho y fuerza nos hemos referido brevemente cuando tratamos lo relativo a la teoría de la norma jurídica. Aquí trataremos de desarrollar estos conceptos en relación con la presente discusión. En primer lugar es necesario no confundir el poder con la fuerza (en particular con la fuerza física).
Al hablar del poder originario nos referimos a las fuerzas políticas que han instaurado un determinado ordenamiento jurídico, sin importar que tal instauración se haya obtenido mediante el ejercicio de la fuerza física pues ello no está en absoluto implícito en el concepto de poder. Por otra parte, es perfectamente posible imaginar un poder que reposa exclusivamente en el consentimiento. Como ya lo advertimos, todo poder originario reposa un poco en la fuerza y otro poco en el consentimiento. Cuando la norma fundamental dice que se debe obedecer al poder originario, esto no se debe interpretar de ningún modo en el sentido de sometimiento a la violencia, sino en el sentido de sometimiento a quien detenta el poder coercitivo. Pero este poder coercitivo muy bien puede adquirirse, por consenso general. Los detentadores del poder son quienes tienen la fuerza necesaria para hacer respetar la norma que ha prescrito. En este sentido la fuerza es un instrumento necesario del poder, mas no su fundamento. La fuerza es necesaria para ejercer el poder mas no para justificarlo.
Decir que el derecho se fundamenta en última instancia en el poder, entendiendo por poder el poder coercitivo, esto es, el poder para hacer respetar, aun recurriendo a la fuerza, las normas dictadas, no es decir nada distinto de lo que hemos afirmado reiteradamente con relación al derecho como conjunto de reglas con eficacia reforzada.
Si la fuerza es necesaria para la realización del derecho, entonces existe un ordenamiento jurídico (o sea, que corresponde a la definición que hemos dado del derecho) sólo si y hasta donde éste se haga valer por la fuerza; en otras palabras, un ordenamiento jurídico existe mientras tenga eficacia; Ello implica, por tanto, una diferencia entre la norma individual y las normas del ordenamiento en conjunto. Una norma individual, como habíamos aclarado en el parágrafo 10, puede ser válida sin ser eficaz. Un ordenamiento jurídico, tomado en conjunto, es válido sólo si es eficaz. La norma originaria, que prescribe obedecer a los detentadores del poder originario, legitima el poder originario para ejercer la fuerza y, en este sentido, como quiera que el ejercicio de la fuerza para hacer respetar las normas es una característica del ordenamiento jurídico, la norma fundamental así concebida es en verdad el funcionamiento del ordenamiento jurídico. Quienes temen que con la norma fundamental, como la hemos concebido aquí, se llegue a la reducción del derecho a la fuerza, se preocupan no tanto por el derecho sino por la justicia. Pero esta preocupación está fuera de lugar. La definición de derecho que acogemos aquí no coincide con la de justicia. La norma fundamental constituye el fundamento del derecho tal cual es (el derecho positivo), y no del derecho como debería ser (el derecho justo). La norma fundamental autoriza a quienes detentan el poder para ejercer la fuerza, pero no dice que el uso de la fuerza sea justo, por el sólo hecho de provenir del poder originario; constituye una legitimación jurídica y no moral del poder. El derecho es, así, la expresión de los más fuertes y no de los más justos, y será tanto mejor en cuanto los más fuertes sean también los más justos.
Hay otro modo de entender las relaciones entre derecho y fuerza, defendido por Ross, y sobre todo por Kelsen. Para decirlo brevemente, hasta aquí hemos sostenido que la fuerza es un instrumento para la realización del derecho (entendido en sentido amplio, como ordenamiento jurídico). La teoría enunciada por Kelsen y defendida por Ross sostiene, por el contrario, que la fuerza es el objeto de reglamentación jurídica, o sea, que por derecho se debe entender no ya un conjunto de normas que se hacen valer por, la fuerza sino un complejo de normas que regulan el ejercicio de la fuerza de una determinada sociedad. Cuando Kelsen dice que el derecho es un ordenamiento coercitivo, quiere dar a entender que está compuesto de normas que regulan la coacción, esto es, que disponen el modo como se deben aplicar ciertas sanciones. Textualmente: “Una regla es una regla jurídica no porque su eficacia esté asegurada por otra regla que dispone una sanción; una regla es una regla jurídica porque dispone una sanción. El problema de la coerción no es el de asegurar la eficacia de la regla, sino el problema del contenido de la regla”. De igual forma, dice Ross explícitamente: “Debemos insistir en el hecho de que la relación entre las normas jurídicas y la fuerza consiste en que aquellas se refieren a la aplicación de la fuerza y no ya a su protección por medio de la fuerza” Y aún más: “Un sistema jurídico nacional es un conjunto de normas que se refieren al ejercicio de la fuerza física”.
Para mí es claro que este modo de entender el derecho, que asume la fuerza no como instrumento sino como objeto de la reglamentación jurídica, se encuentra en estrecha conexión con la teoría que considera como normas jurídicas solamente a las normas secundarias, o sea, a las normas que tienen por destinatarios los órganos judiciales. No es casual que Kelsen hubiese llevado hasta sus últimas consecuencias la tesis de que sólo son normas jurídicas las secundarias, tanto como para denominarlas “primarias”. En efecto, las normas secundarias pueden ser definidas como aquellas que regulan el modo y la medida para aplicar las sanciones, y dado que la sanción es, en última instancia, un acto de fuerza, las normas secundarias, al regular la aplicación de las sanciones regulan en realidad el ejercicio de la fuerza. Si esto es verdad, y así lo confirma Kelsen, ya sea que se, defina el derecho como reglamentación de la fuerza, ya sea que se identifique la norma jurídica con la norma secundaria, la refutación a este modo de entender las relaciones entre derecho y fuerza se puede hacer con los mismos argumentos con los que hemos tratado de refutar la teoría que considera la norma secundaria como la única norma jurídica.
Aquí, al tratar sobre la teoría del ordenamiento jurídico, podemos añadir otros argumentos. La definición del derecho como conjunto de reglas para el ejercicio de la fuerza es la definición que no podemos clasificar entre las definiciones referidas al contenido. Pero ésta es una definición en extremo limitada. Si consideramos la norma” individual de un ordenamiento, esta limitación de la definición salta a la vista, dado que también denominamos normas jurídicas a aquellas que dicen a los ciudadanos en qué modo es obligatorio, prohibido o lícito comportarse. Como ya hemos dicho, la juridicidad de una norma se determina no a través de su contenido (y, ni siquiera a través de la forma o el fin) sino simplemente a través de su pertenencia al ordenamiento, pertenencia que se determina a su vez remontándose desde la norma inferior a la superior, hasta llegar a la norma fundamental. Si consideramos el ordenamiento jurídico en su conjunto, es ciertamente lícito decir que un ordenamiento se toma jurídico cuando se dan reglas para el uso de la fuerza (se pasa de la fase del uso indiscriminado a la fase de uso limitado y controlado de la fuerza); pero, por otro lado, no es lícito decir que a consecuencia de esto un ordenamiento jurídico es un conjunto de reglas para el ejercicio de la fuerza. Las reglas para el ejercicio de la fuerza corresponden a un ordenamiento al conjunto de reglas que sirven para organizar las sanciones y, por consiguiente, para dar más eficacia a las normas de conducta y al ordenamiento mismo en su totalidad. La finalidad de cualquier legislador no es la de organizar la fuerza, sino la de organizar la sociedad mediante la fuerza. Las definiciones de Kelsen y de Ross son limitativas aun respecto del ordenamiento jurídico comprendido en su conjunto, porque confunden la parte con el todo, el instrumento con el fin. |